un cierre de año para soltar y comenzar de nuevo



Cuando el año termina, apenas queda poco para el inicio del año 2026, hay un silencio particular en el aire. No es el de las calles ni el del calendario, sino uno que nace dentro. Un silencio que pide pausa, no para hacer balances perfectos ni para imponernos nuevos deberes, sino para escuchar con honestidad qué seguimos cargando sin necesidad.

Me doy cuenta de que muchas veces no es el tiempo lo que pesa, sino lo que no hemos soltado: pensamientos que se repiten, expectativas que ya no nos representan, emociones que se quedaron atrapadas en otro momento. Cosas que alguna vez fueron necesarias, pero que hoy ya no fluyen con quienes somos.

Soltar no es romper ni borrar. Es un acto suave. Es reconocer que todo cumplió una función y que nada tiene que quedarse más allá de su tiempo. Cuando algo deja de fluir, empieza a pesar, y la vida —siempre paciente— nos invita a movernos hacia lo liviano.

Pero soltar no es fácil. A veces no soltamos porque nos da miedo el espacio que queda después. El vacío asusta. Nos acostumbramos tanto a cargar que confundimos peso con identidad. Creemos que si dejamos ir algo, también perderemos una parte de nosotras. Sin embargo, no somos lo que sostenemos: somos lo que elegimos seguir sosteniendo.

Durante mucho tiempo pensé que soltar era perder. Hoy lo siento distinto: soltar es confiar. Confiar en que la vida sabe abrir caminos cuando dejamos de aferrarnos. Fluir no significa resignarse, sino caminar sin resistencia, sin pelear con lo que ya fue ni con lo que aún no llega. Es permitir que la vida se mueva sin que nuestra necesidad de control la apriete.

Soltar también es un acto de madurez emocional. No es un gesto impulsivo, sino un proceso silencioso en el que una parte de ti reconoce que ya no puede crecer en el mismo lugar. Es aceptar que algo cumplió su función, aunque duela admitirlo. Es honrar lo vivido sin obligarlo a quedarse.

Y a veces lo que más cuesta dejar ir no es una situación ni una persona, sino una versión de nosotras mismas. La versión que aprendió a sobrevivir cuando no había otra opción. La que se exigió demasiado para no fallar. La que se culpaba por todo. La que creía que siempre iba tarde. Esa versión que te protegió, sí, pero que ya no necesitas. Soltarla no es traicionarla: es agradecerle y permitir que tu identidad se actualice.

Cuando hacemos espacio, lo nuevo no necesita ser forzado. Llega. Llega como calma, como claridad, como una sensación de estar más en casa dentro de una misma. Soltar es limpiar el terreno para que la energía vuelva a circular y el corazón pueda respirar sin miedo.